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MUSEO del prado

Anatomía de una gran exposición: cómo El Prado reunió, restauró y exhibió las obras maestras de Paolo Veronese

El maestro del Renacimiento veneciano no había tenido una muestra monográfica en el museo hasta hoy. Pero para llegar hasta aquí ha habido muchos meses de trabajo

Colgado de 'Cena en casa de Simón'. A la izquierda, Miguel Falomir, comisario de la muestra y director del Prado, observa atentamente el proceso.
José Ovejero

En la zona de exposiciones temporales del Museo del Prado, poco antes de que se comience a montar la de Paolo Veronese (abierta del 27 de mayo al 21 de septiembre de este año), hay todavía operarios trabajando en las salas, retirando vitrinas y estructuras efímeras creadas para la exposición anterior. Pero lo que llama mi atención es un hombre que está muy pegado a una pared, fotografiando una mancha de pintura con el móvil.

—¿Qué está haciendo?

Sonríe como si le hubiese pillado en una travesura.

—Fotografío paisajes abstractos —dice.

Andrés Úbeda es conservador de la pintura del siglo XVIII en el museo. Y fotografía, por gusto, las manchas, los rebordes irregulares de las franjas de pintura y los desconchones que quedan tras desmontar una exposición.

Conversamos sobre la que acaba de finalizar, de escultura policromada, y es entonces cuando se refiere a la tristeza que sienten muchos en el museo al desmontar una exposición y ver desaparecer uno tras otro los cuadros y las esculturas, al quedar las salas vacías aunque aún marcadas por cicatrices. Pero después ríe.

El taller de restauración del Museo del Prado.
Detalle de la restauradora Alicia Peral dando los últimos retoques a aniele Barbaro, patriarca de Aquileya, de Tiziano, obra presente en la exposición de Veronese.

—Ahora comienza una nueva. Y eso es como renacer. En el Prado renacemos cada tres meses.

El estudio de arquitectura GaSSz es el encargado de diseñar las nuevas construcciones efímeras, de crear pasillos y levantar paredes. En este caso no deben desarrollar el proyecto de cero, sino que tienen instrucciones precisas. Al fin y al cabo, Miguel Falomir es, junto con el historiador del arte Enrico Maria Dal Pozzolo, el comisario de esta exposición y a la vez director del museo “y conoce perfectamente el espacio”, asegura Silvia Sánchez, quien, en representación del estudio, supervisará todo el proceso de montaje.

Detalle de 'La familia de Caín errante'.

Es verdad que Falomir conoce el terreno; ha comisariado en el Prado las exposiciones de Tintoretto, Tiziano, Lorenzo Lotto y los Bassano, y es un experto en pintura renacentista italiana. Paolo Veronese era el último de los grandes pintores venecianos del siglo XVI que le faltaba. Y es obvio que tenía claro cómo aproximarse a él.

Él piensa la exposición “como una novela o una película; debe tener sus ritmos, sus momentos de descanso, no puedes acabar en una mascletà” —la imagen revela el valenciano que es—. “Cada sección y cada pared deben tener su coherencia”. Por eso es fundamental la perspectiva, sobre qué obra recae la mirada del visitante al entrar en una sala. Además, la narración que construyen los cuadros debe precisar pocas explicaciones: los ritmos y la relación de proximidad y temática de las distintas obras han de permitirnos “leer” lo que estamos viendo.

Pero una exposición como esta no empieza en el momento en el que se cuelga el primer cuadro, sino años antes.

Después de decidirse el proyecto y de hacer un plan de las obras que se necesitarán, hay que ar con los museos, iglesias, instituciones y propietarios privados a los que se pedirán obras en préstamo. Se les escribe justificando la necesidad de precisamente esa obra que cuelga en un museo estadounidense o una iglesia italiana. A veces, y también ha sucedido con la exposición de Veronese, la respuesta es una negativa, porque la obra no debe viajar por razones de conservación, porque se ha prestado demasiado, porque el museo no quiere desprenderse de una obra particularmente popular… Cuando pregunto a Falomir qué obras lamenta no haber conseguido, se encoge de hombros: “Eso ya da igual”, dice, “lo importante es lo que tenemos”.

Inspección de una obra por parte de Miguel Falomir, Lucía Villarreal, la restauradora María Moraleda y la “correo” que ha compañado la obra durante todo el viaje.

Luego viene la fase de contratación de seguros, que pueden ser extremadamente costosos en exposiciones de tal envergadura, aunque en este caso no tanto, porque el Prado utiliza la garantía del Estado para asegurar muchas de las obras.

Luego habrá que organizar una licitación del transporte. La primera quedó desierta: ninguna empresa aceptó las condiciones. La segunda sí tuvo un postor. “Llegará un día”, dirá Falomir más adelante, mientras observamos el desembalaje de una pintura de dimensiones descomunales, “en el que será imposible organizar una exposición como esta”.

La jefa del Área de Exposiciones Temporales, Lucía Villarreal, no se ocupa solo de coordinar esas gestiones. “Prácticamente todas las secciones del museo están implicadas”, dice. Presupuesto, servicios jurídicos, seguridad, la brigada de montaje, climatización, iluminación, educación, editorial, comunicación… También cuando ya ha empezado el montaje, Villarreal sigue muy de cerca el proceso; va a todas partes con su tableta y con una carpeta llena de papeles, aunque parece tenerlo todo en la cabeza. Enseña un croquis que muestra donde irá cada cuadro y cada objeto, también cuándo llegan al Prado y cuándo se montan. Es ella quien decide qué coordinador —tiene a siete bajo su mando— se ocupará de cada exposición concreta, de informar a todo el mundo de lo que se está haciendo y cómo. Como El lavatorio, de Tintoretto, formará parte de la exposición —una de esas obras que contrapuesta a las de Veronese ayudan a su legibilidad—, dos meses antes del montaje ya se reú­ne un equipo para coordinar el traslado del lugar del Prado en el que se encuentra hasta el espacio temporal. El lavatorio mide más de dos metros por cinco: habrá que medir diagonales de los giros en los pasillos, evaluar la inclinación de las escaleras, valorar si quitarle el marco para el transporte, si es más fácil sacarlo por la puerta principal y volverlo a meter por la puerta de los Jerónimos, confiando en que el tiempo acompañe… Nada, prácticamente nada de lo que se hace en el museo es tan sencillo como parece.

Otro de los preparativos importantes para una exposición de esta envergadura que cuenta con obras del propio Prado es el examen de estas para decidir si se debe restaurar alguna. De hecho, lo primero que visito es el taller de restauración del museo. Una especialista está aplicando el pincel a un retrato pintado por Tiziano.

“¿Qué está haciendo?”, le pregunto casi alarmado —¡es un Tiziano y allí está esta mujer dándole pinceladas como si fuese lo más normal del mundo!—.

Proceso de pintura de una de las salas de la exposición.
Llegada de un cuadro.

Alicia Peral explica que está corrigiendo algunas pérdidas de pigmento. En restauración siempre hay esa disposición a transmitir las razones y las técnicas de lo que hacen. Hablan con entusiasmo contagioso del trabajo, como si nunca hubiesen deseado realizar otro.

La pequeña tela Moisés salvado de las aguas acaba de ser restaurada, recuperando la nitidez original. Enrique Quintana, jefe del departamento, dice que llevan meses buscándole un marco mejor —el que tiene es demasiado aparatoso—, un marco del siglo XVI, si no veneciano al menos italiano. De ahí me lleva a un veronese de gran tamaño: La disputa con los doctores en el templo. La franja superior del cuadro, de un palmo de anchura, es un añadido tardío y van a cortarla, lo que los obligará a cortar también el marco. Luego me deja en manos de la restauradora ocupada con Susana y los viejos, que tenía zonas repintadas y oxidadas: después de la limpieza, el cuadro ha ganado profundidad, porque el camino abajo a la izquierda que lleva al fondo del cuadro prácticamente no se veía.

Podría pensarse que ver las obras maestras de la pintura sin barniz, mientras les aplican o quitan pigmentos, sin marco e incluso sin bastidor, quizá horizontales sobre una mesa, las despoja de su aura, limita nuestra capacidad de reverencia hacia esas piezas únicas. Pero sucede justo lo contrario: al verlas sin la protección de celadores, descolgadas, a merced de quien trabaja con ellas —de su habilidad, de su conocimiento, de su inteligencia—, nos vuelve conscientes de su vulnerabilidad y fragilidad; aunque ese tiziano o ese veronese hayan atravesado los siglos transportando su belleza hasta nuestros ojos, son efímeros y, como nosotros, envejecen, se dañan, podrían desaparecer como han hecho tantas otras pinturas, en incendios, inundaciones, o deteriorándose lentamente o perdidas. Cada obra que nos llega del Renacimiento italiano lo hace casi por milagro. Lucía Villarreal dirá, mientras atravesamos varias salas desiertas del museo, caminando entre obras de Rubens y Velázquez: “Procuro no habituarme demasiado. No empezar a considerarlo algo normal”. Es decir, no perder la capacidad de maravillarse ante la relación privilegiada que acaban teniendo muchos empleados con el arte contenido en el museo.

En el taller de restauración se siguen distintos procesos: primero se hace una limpieza para eliminar suciedad y barnices oxidados. Se rellena con estuco de cola y yeso el desnivel que han dejado las pérdidas —estuco muy parecido al que se usaba de base en el original—. Luego se repintan las pérdidas. Se igualan colores de fondo. Se barniza con resina natural procedente de coníferas de Indonesia.

Preparación de focos para inspeccionar un cuadro.

El Prado, en general, usa criterios conservadores de restauración. Hay galerías, algunas de renombre, que dan a las obras un brillo excesivo, realizando limpiezas muy agresivas y aplicando barnices sintéticos, con lo que el cuadro da más impresión de nuevo y la obra se vuelve más espectacular. El problema de las resinas naturales es que envejecen con el tiempo y amarillean, pero nada garantiza que las sintéticas, más recientes, no lo hagan o no se deterioren de forma inesperada.

Una de las tareas de restauración es eliminar pintura añadida a veces décadas o siglos después de la ejecución de un cuadro. Quizá para tapar partes dañadas o, por puritanismo, velando partes desnudas de los cuerpos. Pero en ocasiones es el mismo Veronese el que modifica o completa su propio cuadro, como sucede en Un joven de la familia Sanuto elige la Virtud frente al Vicio, en el que las manos del niño cambiaron varias veces de posición; o en la Magdalena penitente, sobre cuyo cuerpo, desnudo en el boceto, se añadió una capa de ropa. ¿Cómo distinguir las correcciones decididas por el pintor y las realizadas más tarde?

Hoy se puede saber mejor que hace unos pocos años lo que oculta un cuadro, usando cámaras con varias longitudes de onda para examinarlo. Sentada en su despacho ante dos pantallas de ordenador, Ana González Mozo muestra los dibujos y pinturas subyacentes en varias obras de Veronese. Apenas se habían estudiado con estas tecnologías y González Mozo ha aprovechado la exposición para examinar casi todas sus obras que se encuentran en el Prado. Y no solo se descubren los cambios y “arrepentimientos”, también con qué materiales se realizaron, lo que ayuda a descubrir si vienen de la mano del pintor o —por ejemplo, si se trata de un material no usado hasta décadas más tarde— cuándo se añadió al lienzo. Y también se entiende entonces el proceso de la pintura, si se dibujó el boceto en negro o en color, cómo se añadieron las distintas capas, cómo se aplicó la pincelada. Para que también el público pueda entenderlo, en una sala se encontrará una pantalla en la que el pintor Jacobo Alcalde reproduce la Magdalena penitente con los materiales y las técnicas de Veronese.

La tecnología ha cambiado muchos de los procesos implicados en el montaje de una exposición. Por ejemplo, hoy, con las nuevas lámparas led, se puede iluminar un cuadro sin contaminar un dibujo cercano, lo que es importante porque los dibujos se deterioran con facilidad por la acción lumínica. La luz que recae sobre los cuadros no llama la atención salvo cuando molesta; sigo al equipo de iluminación de un cuadro a otro; pueden pasarse más de una hora con una sola obra; cambiando intensidad, dirección, sustituyendo una luz cálida por una más fría, procurando no solo que podamos apreciar el detalle tanto de las zonas oscuras como de las más claras, también que no haya reflejos en el marco ni franjas de luz y sombra en la pared.

Paolo Veronese Museo del Prado

Pero no todo es alta tecnología en la puesta en marcha de una exposición. En las salas ya listas para el montaje —con las nuevas estructuras instaladas, las paredes pintadas de verde (decidir el color llevó días), las vitrinas montadas, los soportes de las esculturas en su sitio aproximado, puestos los carteles provisionales que indican el lugar de cada obra— encuentro a los coordinadores, Jordi Penas y Almudena Díez, que están pegando en las paredes rectángulos de papel de embalar con cinta de pintor. Como los cuadros llegan en días distintos, marcan la posición y el tamaño de cada obra faltante para poder tenerlo en cuenta al colgar las adyacentes. Así es más fácil decidir la altura y la distancia entre una y otra. Y, ahora sí, empieza la parte más visible del montaje.

A pesar de toda la planificación previa, de que cada obra tiene su espacio asignado, de que el comisario ha planteado ya su “narración”, adjudicando a cada sala un tema o un momento cronológico, también es el momento de las rectificaciones. Como dice Alfonso Palacio, director adjunto de conservación e investigación, recién llegado al Prado, da igual cuánto hayas planificado: hasta que no empiezas a ver las obras in situ, no sabes exactamente cómo van a quedar. Un torso en escayola que debe ilustrar cómo Veronese se inspira en obras clásicas —la posición del torso es idéntica a la de Marte en uno de los cuadros— llega apoyado sobre un asiento de escayola y además debe ir sobre una peana de madera, con lo que adquiere un tamaño desproporcionado. Falomir da instrucciones para que se corte la peana a media altura. Luego cambia su emplazamiento y el de otra que representa a un niño jugando con un cisne. Examina de cerca la segunda, que tiene manchas y pequeños desperfectos. “Menos mal”, dice, “a veces estos vaciados en escayola parecen recién salidos de una tienda de souvenirs”.

El trabajo en sala parece parte de una coreografía: el equipo de transporte, responsable de las obras desde que llegan al “muelle” —el espacio donde se descargan las obras, a veces en tráileres enormes con escolta, y desde donde se trasladan a la sala— hasta que, con cuidado extremo y consultando cada manipulación, entrega el relevo a la brigada de montaje. Es esta brigada (vestida de negro y con guantes blancos, lo que le da una apariencia a la vez teatral y profesional) la que manipula la obra hasta que está colgada. A veces, cuando el tamaño o la dificultad lo exige, colaboran los dos equipos y siempre parece estar claro quién decide qué. En cuanto se saca de la caja, cada obra es examinada por una restauradora del Prado (casi todas son mujeres) y por un “correo”; el correo no solo ha acompañado la obra desde el museo de salida en avión o camión; también trae un informe del estado en el que salió dicha obra; con focos y linternas, incluso con lentes de aumento, se vuelve a examinar en el museo antes de colgarla. A veces se les hace un retoque de barniz o se limpian con un pincel; luego cada desperfecto se anota y ambas partes se quedan con una copia del informe. Los de la brigada de montaje participan si es necesario en el examen, por ejemplo sujetando un cuadro de varios metros de ancho el tiempo que haga falta mientras se realiza la inspección. Nadie protesta. Nadie se impacienta. Cada equipo parece consciente de la importancia y la necesidad de cada acción.

Detalle de Cristo muerto sostenido por un ángel, obra de Alonso Cano presente en la exposición del Prado.

Solo en una ocasión observo cierta tensión: durante el traslado de El lavatorio, de Tintoretto, desde su espacio habitual en el Prado, como es demasiado grande, se quita el marco pero aun así resulta difícil de manejar, sobre todo en las escaleras y en los giros en los pasillos. En un momento de dificultad durante el que hay un cruce de instrucciones y opiniones, se oye a alguien exigir con firmeza: “¡Solo quiero oír una voz!”. A partir de ahí, todo discurre con tranquilidad. También cuando se decide no desmontar el marco y sacarlo por el exterior del museo. Al intentar desensamblarlo descubren que era más difícil de lo esperado; quizá se ha encolado y cuesta sacar algunos tornillos. “Si hay que golpear, es el momento de buscar la solución B”, dice Enrique Quintana.

Y siempre se busca esa solución alternativa, también cuando llega un cuadro con un marco de madera labrada muy frágil que no hay manera de manipular sin riesgo de que se rompa. De nuevo consultas con la correo y con la restauradora, conciliábulos entre montaje y transportes. El lento y meticuloso desplazamiento. Todos los presentes lo siguen con atención, dispuestos incluso a echar una mano, sujetando o retirando obstácu­los, como hace una de las restauradoras.

Cuando se acelera la llegada de cajas y el número de obras para instalar, pueden juntarse hasta 30 personas en la misma sala. Sin embargo, reina una fluidez sorprendente. Todo el mundo concentrado en su trabajo y al mismo tiempo extrañamente relajado. Un miembro de la brigada de montaje silba Cuadros de una exposición, de Mussorgski, mientras trabaja; “Muy apropiado”, le digo, y se ríe: “Le veía ahí tomando notas y quería ver si estaba atento”. La correo de la galería Sabauda se acerca para mostrarme un data logger, el aparato que registra la humedad y la temperatura del interior de la caja durante el viaje —también lleva un sensor de vuelcos y otro de golpes—.

En medio de toda esa actividad, de repente todos se vuelven hacia el mismo punto: cuando se saca de su caja la monumental —por tamaño y por lo que muestra— Cena en casa de Simón. Estoy seguro de no ser el único en emocionarse cuando, en un momento casi teatral, el jefe del equipo de transportes lanza desde lo alto la envoltura blanca que lo cubría y aparece resplandeciente el cuadro. Luego, cuando terminan de colgarlo, aplaudimos.

“¿Ha encontrado el marco para su Moisés?”, pregunto a Enrique ya cuando se está acabando el montaje. Me responde que no y que nunca había invertido tanto tiempo en una búsqueda. Pero puede costar entre 20.000 y 30.000 euros, así que no puede conformarse con una solución de compromiso. Además, “la vida de un cuadro es muy larga”, dice.

Recuerdo su comentario mientras paseo por las salas el viernes antes de la inauguración. Ya están todos los cuadros colgados; las vajillas y telas de la época, protegidas en las vitrinas. El equipo de iluminación hace los últimos ajustes. El de producción instala las cartelas explicativas —marcando la altura con láser, otra vez la tecnología—, se aplican los vinilos con los que se adhieren los textos explicativos de cada sala a la pared. Ana González Mozo, Lucía Villarreal y Almudena Díez siguen allí, como todos los días, ahora coordinando los últimos detalles. Miguel Falomir recibe a periodistas extranjeros y les explica la exposición.

Otra vez me emociono, parado en el centro de una sala, observando esos cuadros que ya han vivido muchísimo más de lo que viviré yo y a los que queda también un tiempo muy largo por delante. Otra vez siento nuestra fragilidad y también la de estas obras sin embargo tan resistentes, capaces de transportar su belleza a lo largo de los siglos.

El domingo previo a la inauguración, los trabajadores del museo y sus familias pudieron visitar la exposición antes que nadie. Dos días después, abrió al público en general. Entrad y maravillaos. Sed conscientes del momento. Paolo Veronese está vivo. También él ha renacido para vosotros.

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