Lo que la servilleta de papel esconde
Desde qué óptica es defendible que fabricar, comprar, tirar y gestionar residuos cien veces sea más sostenible que comprar una sola


No me da la gana aceptar que en un restaurante de 60 euros el cubierto me vistan la mesa con servilleta de papel.
Hay contextos de restauración profesional en los que una servilleta de papel es perfectamente adecuada. En un bar o un restaurante de menú para currantes, donde se juntan un gran volumen de trabajo, un servicio fugaz, libertad de tocar la comida con las manos y unos márgenes ajustadísimos, por ejemplo. También funciona en fiestas infantiles, comedores escolares y mesas donde el comensal se rige por el protocolo medieval de sorberse los mocos, levantarse a voluntad y limpiarse con la manga. Es perfecta para los banquetes que se celebran de pie, y en los que uno no puede condenar la mitad de las manos que Dios le ha dado a pasear la servilleta de un lado a otro del jardín o del salón. Entonces se agradece encontrar un montoncito de servilletas de un solo uso bien colocadas aquí y allá, donde sea que haya comida o bebida, y que tanto pueden servir para limpiar manos y comisuras, como de plato provisional para pasear brochetas o buñuelos. Finalmente, es en los bares de cócteles dónde la servilleta de papel se expresa en todo su esplendor. En ellos, funciona como posavasos, protegiendo la buena madera de la barra de los cercos de humedad, salva al amante de tragos elegantes de la vergüenza de socializar con las manos húmedas por la condensación del cristal, protege la copa de los restos de pintalabios y sirve de soporte de emergencia en el que esbozar desde un número de teléfono hasta una idea brillante para el guion del próximo gran éxito de Hollywood.
Gracias a la aparición estelar del tenedor a finales del XVIII, el bocado puede viajar del plato a la boca sin tocar piel. Esto transformó el sentido de la servilleta en los restaurantes. Habiendo nacido para limpiar manos, pasó a proteger la falda del comensal de chorretones y gotitas de aceite. Puede usarse para limpiar los labios antes y después de beber, y así no dejar un cerco desagradabilísimo de migas o maquillaje en el vaso, ni tiburones flotando en el Chardonnay. Pero su hábitat natural es el regazo, porque su sentido no es la limpieza corporal, sino la protección de la ropa y del marco de elegancia.
Una servilleta de papel aterriza en los muslos con la rotundidad del clínex usado que el viento levanta de la acera, y frena los líquidos con la eficacia de una sombrillita china de papel de arroz. Es una incoherencia escandalosa entre forma y función, y un martillazo al cristal de la ilusión de la experiencia gastronómica: el recordatorio de que todo es más low-cost de lo que aparenta.
El argumento de la sostenibilidad es paternalista, y un ejercicio de desprecio a la inteligencia. Ya puede contarme el sumiller el ahorro que el papel marrón supone en agua de lavandería. Yo observo los tres metros que me separan del techo y me pregunto a cuánto sube la huella ecológica del aire acondicionado en este local tan diáfano, y desde qué óptica es defendible que fabricar, comprar, tirar y gestionar residuos cien veces sea más sostenible que comprar una sola.
Ah, ¡que la servilleta es de papel reciclado! Por supuesto, pero no es reciclable. El papel puede reciclarse entre cinco y siete veces antes de convertirse en residuo. Con cada ciclo, sus fibras se estropean y acortan, hasta no servir para nada que deba mantener un mínimo de forma. El papel de servilleta ya ha llegado al final de su vida. Y aun si no fuera así, después de pasar por unos morros deja de ser reciclable por el mismo motivo que el cartón de la pizza: sólo se puede reciclar el papel limpio. El diseño es la única diferencia entre el papel de cara y el de culo.
Finalmente, llegamos a la madre del cordero: los costes. Lavar, secar, doblar y planchar cuesta horas al personal de sala, y se suele delegar en una empresa de lavandería industrial. Eso cuesta dinero, y la gestión de pedidos e incidencias no es quizá trabajo físico, pero sí una carga mental para el responsable del restaurante. Este es el principal motivo por el que algunos restaurantes, que gustan de llamarse gastronómicos, usan mantelería de merendola infantil.
Pues no. No se puede estar en misa y repicando. Mientras en multitud de bares de barrio se honra el acto de comer con una combinación virtuosa de humildad y orgullo y se sirven viandas en mesas con agua, pan, vino, mantel y servilleta de tela, una parte del sector, que prefiere llamarse “bistró” que “casa de comidas”, o “gastrobar” que “bar normal”, parece estar tocando techo en cuanto a autoindulgencia, y espera que el resto comamos, paguemos, callemos y vayamos cediendo terreno con la informalidad como excusa. Y así estamos, un viernes cualquiera, degustando terrina de foie con confitura de chiles y crujiente de maíz, o tosta con uvas, sardina ahumada y reducción de oloroso, con un clínex desmayado en los muslos y, en el alma, el terror sordo de saber que llegará el día de encontrar un rollo de papel de cocina en el centro de la mesa.
La servilleta de papel es la bandera blanca de la rendición y el tedio del servicio de mesa. Triple capa sólo es una buena noticia en el cuarto de baño.
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