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TRIBUNA
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El destino manifiesto del español en Estados Unidos

EE UU será en un futuro no muy remoto el país con más hispanohablantes, una tendencia que sus actuales circunstancias políticas no interrumpirán

La imparable expansión del español en EE UU. Eduardo Lago

Estados Unidos no se entiende sin el español. Se trata de un hecho incontestable. Históricamente, llegó a lo que es hoy territorio norteamericano antes que el inglés. El texto literario más temprano que da cuenta de una zona del futuro país, la Florida, es la Historia de la Nueva México, de Gaspar Pérez de Villagrá, publicado en 1610. El destino americano del español lo ilustra bien una coincidencia simbólica: en 1492, fecha en que los continentes separados por el Atlántico cobraron conciencia de su mutua existencia, completando así en su plenitud la imago mundi, vio la luz la Gramática de Elio Antonio de Nebrija, la primera de la lengua.

La trayectoria del español tras su llegada al continente americano se ajusta a una serie de tropismos de signo muy diverso. El primero fue la dispersión por un inmenso territorio, la América en español, que Bolívar soñó como una entidad política indivisible, pero que acabó desgajándose en una veintena de naciones unidas por una lengua común. El tropismo siguiente, particularmente acusado hoy, apunta en dirección norte, cuando en virtud del Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado en 1848, tras una conflagración con su vecino del norte, México cede a Estados Unidos una inmensa parte de su territorio nacional. Sus habitantes quedaron entonces atrapados en un nuevo enclave nacional y con ellos el idioma. La toponimia da testimonio de una pervivencia cuyo simbolismo no se puede ocultar: Nevada, Los Ángeles, Colorado, Santa Cruz, Santa Fe, San Francisco. California era el nombre de una isla habitada por mujeres de raza negra, súbditas de la reina Calafia, lugar descrito por Garci Rodríguez de Montalvo en Las Sergas de Esplandián, novela de caballerías publicada en 1510. La historia del español en América se construye como un palimpsesto hecho de silencios que subrayan la invisibilidad con que la lengua de Castilla encontró su destino americano. Otro tropismo clave viene marcado por el momento en el que el centro de gravedad literario de la lengua se desplaza de la península a la otra orilla del Atlántico cuando Rubén Darío, adalid del modernismo hispánico, se convierte en el piloto del idioma. Un siglo después, otro gran poeta americano, el chileno Pablo Neruda, da cuenta de los sentimientos contradictorios que despertó la herencia recibida cuando escribe: “Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… (...) Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.

El desplazamiento del español en dirección norte lo subraya un hecho de particular relevancia. Según datos de The Hispanic Council, corroborados por el Instituto Cervantes, en 2060 Estados Unidos será el segundo país con mayor número de hispanohablantes, después de México, y todo apunta a que en un futuro no muy posterior pasará a ser el primero, convirtiéndose en el nuevo centro de gravedad del idioma. Es importante señalar que las circunstancias políticas del momento no interrumpirán esta tendencia. Si acaso, supondrán un paréntesis temporal, ya que los fenómenos que rigen el uso de la lengua no se pueden legislar.

Hace casi dos décadas, siendo director del Instituto Cervantes de Nueva York, postulé seis tesis acerca del español de Estados Unidos que, dada la complejidad del fenómeno, conviene revisar. La primera sigue teniendo validez. En Estados Unidos el español es a la vez una lengua materna, hablada por más de 45 millones de personas, y la lengua extranjera más estudiada por los norteamericanos, que necesitan de manera urgente comunicarse con una ingente masa laboral que no habla inglés. En segundo lugar, planteé la cuestión del bilingüismo, que ha perdido validez. La potencia del español como vehículo de comunicación de un mosaico de culturas de origen latinoamericano es innegable, pero no se puede afirmar, como hice entonces, que Estados Unidos sea un país bilingüe y, como consecuencia de ello, bicultural. Las culturas hispánicas y la lengua en que se expresan juegan un papel secundario. En tercer lugar, es cierto que en Estados Unidos se ha consolidado una suerte de latinitas, identidad forjada en relación directa con el idioma. Las comunidades latinas de Estados Unidos son un conglomerado heterogéneo resultante del encuentro de los hispanos nacidos en el país con los emigrantes que han ido llegando sin cesar de las más diversas regiones del Caribe, América Central y Sudamérica. Las distintas culturas nacionales tienden a relacionarse entre sí de manera espontánea, y están creando una entidad híbrida de signo panhispánico, claramente diferenciada de las de los países originarios. Se trata de un fenómeno en pleno proceso, y tardará en cristalizar, pero hace tiempo que son palpables numerosos rasgos de la nueva identidad. El fenómeno ha cambiado de signo últimamente, pasando simbólicamente de la “eñe” a la “equis”. El término latinx (pronunciado latinex) subraya el relegamiento del español: la lengua prioritaria de los latinx no es el español sino el inglés. La cuarta tesis sigue siendo válida. Como se apuntó, el centro de gravedad del español continúa de manera inexorable su desplazamiento en dirección norte. Estados Unidos está destinado a ser el país con el mayor número de hispanohablantes de todo el mapa iberoamericano en un futuro no muy remoto. La quinta tesis es discutible. No está claro, aunque hay opiniones encontradas al respecto, que en Estados Unidos el español sea un vehículo de afirmación y resistencia. Cabe decir que ha perdido fuerza debido a que no es la lengua de las nuevas generaciones, los latinx. Por último, hay que tener en cuenta un fenómeno de gran interés. De modo discontinuo y un tanto abrupto, continúa avanzando espontáneamente el proceso de cristalización de una nueva variedad de nuestra lengua: el español de Estados Unidos. El fenómeno, en extremo volátil, resulta todavía imposible de fijar.

Como corolario de tan compleja situación, un asunto candente: la batalla por el prestigio cultural, algo que se puede calibrar bien en el ámbito de la literatura. La 84ª Feria del Libro de Madrid tiene como protagonista a Nueva York. La importancia de la ciudad como punto de encuentro de todas las culturas hispánicas con las autóctonas, tanto latinas (o hispanohablantes) como latinx (o anglófonas), no se puede exagerar. Un tropismo reciente de particular importancia protagonizado por el español en Estados Unidos es su imparable expansión por todo el territorio nacional. No se trata solo del vigor que tiene nuestra lengua en lugares como Nuevo México, Miami o California, donde su presencia es ubicua, sino de su penetración en todas las zonas rurales del país. Volviendo a la literatura, el caso de Nueva York da buena medida de la situación, pero no es el único. Escritores de origen mexicano, caribeño, centroamericano o procedentes del Cono Sur se dan cita en múltiples lugares de Estados Unidos. Dos factores de singular relieve juegan un papel determinante: el auge de los programas de escritura creativa en español, como los de Iowa, Austin, Boston o la Universidad de Nueva York, y el papel de las editoriales independientes que publican en nuestro idioma, cada vez más numerosas. Su presencia en la Feria del Libro de Madrid como síntoma de lo que está ocurriendo en todo el país es algo a celebrar, aunque es preciso señalar, pese a que duela, lo irrelevante de su influencia en el mapa general de la cultura. El establishment literario estadounidense apenas es consciente ni se hace eco de la existencia de los programas y editoriales que acabo de mencionar. En este sentido, sí cabe hablar del español como territorio de afirmación y resistencia, aunque por ahora la única lengua literaria que de verdad cuenta es el inglés, idioma en que se expresan los escritores latinx, como Julia Álvarez, Sandra Cisneros, Junot Díaz o Francisco Goldman.

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