‘Saturday Night’: Caos fundacional y leyenda en directo del mítico programa cómico

“No entiendo ni la mitad de lo que hacen”, reconoce una de las realizadoras del control técnico del canal NBC durante la emisión inaugural del programa Saturday Night Live, el 11 de octubre de 1975. La frase, a medio camino entre la rendición, la ignorancia y el asombro, funciona como el resumen emocional de Saturday Night, película de Jason Reitman que se adentra con afán de reconstrucción nostálgica y pulsión documentalista en las horas previas al nacimiento de uno de los espacios más longevos e influyentes de la televisión estadounidense.

Con un pie en la crónica histórica y otro en el retrato de época, Reitman —autor de obras tan estimulantes como Juno, Up in the Air o Tully— toma aquí el sendero más arriesgado y a la vez más coherente con el material que tiene entre manos: el de lo coral, lo contradictorio, lo humano. Hay en Saturday Night una voluntad manifiesta de recuperar no solo la textura del cine setentero —esa fotografía granulada, sucia, que parece exudar nicotina, sudor y talento—, sino su caos narrativo y su apuesta por la vitalidad antes que por la claridad. No en vano, el modelo no declarado parece ser Nashville de Robert Altman, o incluso Anatomía de un hospital, de Arthur Hiller, con su desfile de egos, genios y locos más o menos funcionales.

La película se construye sobre una paradoja: la cadena NBC alentó la libertad creativa de sus jóvenes cómicos, liderados por un entonces desconocido Lorne Michaels, con la sospecha de que así fracasarían estrepitosamente. Pero de aquel delirio entre bastidores —diálogos que se solapan, oficinas sin aire y aún menos certezas— surgió algo que no solo no fracasó, sino que mutó en fenómeno cultural. El programa fue subversivo, contracultural, suicida con consciencia de serlo, y Saturday Night, sin necesidad de subrayarlo, lo muestra con desparpajo.

Aunque no haya una estructura clara —el relato se diluye entre personajes, anécdotas, y bromas internas—, esa ausencia es más virtud que defecto. Una película sobre el Saturday Night Live no debía ser jamás una narración cuerda, sino una coreografía del caos. Ahí entran en escena John Belushi, Chevy Chase, Dan Aykroyd, Gilda Radner, el marionetista Jim Henson, todos en la cuerda floja entre la genialidad y el abismo. Y el parecido físico de los actores con sus personajes es notable, en especial los de Chase y Belushi. Ahora bien, si hay una figura vertebral, esa es la de Michaels. A su alrededor, los guionistas chocan, los técnicos desconfían, la censora —una impagable presencia cómica— se autoproclama “una mujer de Dios” que mantiene a salvo el espíritu americano, y algunos de los encargados de hacer reír, pese a su rotunda desfachatez, muestran también su vulnerabilidad en las vidas privadas. Mientras tanto, la televisión está a punto de cambiar para siempre.

Reitman filma todo esto con un estilo nervioso, eléctrico, ajeno al plano-contraplano de manual. La cámara no para, los personajes tampoco. Abundan los walking and talking por los pasillos, ese hablar andando en clara herencia de Aaron Sorkin, de El ala oeste de la Casa Blanca, y, por supuesto, de la fantástica Studio 60, que ya anticipó lo que Saturday Night ahora confirma: la tramoya de un programa cómico es todo menos una comedia.

Estrenada directamente en Movistar+ sin pasar por salas, Saturday Night merecía mejor suerte comercial, aunque quizás esa marginalidad también encaje con su espíritu. Algunas frases del guion parecen nacidas desde el futuro, como si los guionistas —astutos, no ingenuos— supieran que gente como Belushi acabaría devorado por su propio mito. Pero nunca hay cinismo. Hay melancolía y iración. Y un respeto absoluto por el vértigo de crear en directo. Porque si algo deja claro Saturday Night es que el arte —cuando lo es de verdad— también se construye con miedo, con desorden, y con una intuición casi suicida de estar haciendo historia sin saberlo. Aquella noche nadie lo entendía del todo. Y, sin embargo, todos supieron que algo estaba naciendo.