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Migración
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Gobierno de Estados Unidos fabrica indocumentados

La istración Trump ha decidido crear su propia crisis migratoria, una política que alimenta el discurso de “caos” para luego justificar medidas de mayor control y persecución

Una persona detenida al asistir a una audiencia en un tribunal de inmigración en Nueva York.
Eunice Rendón

Estados Unidos atraviesa un momento crítico en su política migratoria. En medio de una creciente polarización promovida desde el poder, la actual istración ha optado por una estrategia que, lejos de enfocarse en la regularización o integración de quienes ya forman parte del país, se dedica a despojar de sus beneficios migratorios a personas que ya contaban con algún estatus legal. Una medida arbitraria que no solo rompe expectativas legales y humanas, sino que incrementa el número de personas indocumentadas.

Los ejemplos sobran. Por un lado, se están realizando detenciones de migrantes que acuden puntualmente a sus audiencias en las cortes, lo que socava la confianza en el sistema. Por otro, más de 530.000 personas de Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela que ingresaron legalmente bajo programas de permiso humanitario —un mecanismo discrecional que permite la entrada temporal a Estados Unidos por razones humanitarias urgentes o de beneficio público significativo— se han visto repentinamente desprotegidas.

A muchos de ellos incluso se les ha ofrecido acogerse al programa CBP Home, que originalmente fue desarrollada para agendar citas de ingreso por razones humanitarias. Esta nueva vertiente ha sido implementada para gestionar salidas “voluntarias” desde centros de detención, ofreciendo incentivos como boletos de avión gratuitos, la posibilidad de evitar antecedentes migratorios negativos o facilitar una futura reentrada legal. Esta estrategia, lejos de representar una solución humanitaria, revela el trasfondo político y propagandístico de estas decisiones.

A esto se suma la cancelación del Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), un mecanismo que protege de la deportación y otorga permisos de trabajo a personas provenientes de países afectados por conflictos armados, desastres naturales u otras condiciones extraordinarias; con esta medida se estima que más de un millón de personas originarias de Venezuela, Haití, Camerún y Afganistán se verán afectadas, dejándolas en el limbo migratorio a pesar de haber vivido, trabajado y contribuido durante años a la economía estadounidense.

Lo más grave es que se trata de personas sin antecedentes criminales, que además pagan impuestos, bajo ITIN u otros esquemas fiscales. No son una “amenaza” para la seguridad nacional, como ha señalado el Gobierno de Trump. Quienes hoy se ven afectados enfrentan una acción deliberada del Estado para revocarles protecciones que previamente les fueron otorgadas. El mensaje es claro: incluso quienes cumplan con las reglas podrán ser perseguidos.

Esta estrategia no se limita a migrantes o solicitantes de asilo. También está afectando a estudiantes internacionales. Tan solo en los últimos meses, más de 1.000 estudiantes han visto canceladas sus visas por supuestas faltas istrativas o por haber manifestado posturas políticas críticas frente al Gobierno estadounidense o a sus aliados. Casos como los de Mahmoud Khalil (Columbia) o Rümeysa Öztürk (Tufts) dejan ver cómo la frontera entre política migratoria y persecución ideológica se va diluyendo peligrosamente.

En el fondo, el Gobierno ha decidido crear su propia crisis migratoria, una que no se origina en la frontera, sino desde las oficinas federales que anulan estatus migratorios, cortan beneficios y cierran vías de regularización. Es una política que alimenta el discurso de “caos” para luego justificar medidas de mayor control y persecución.

De acuerdo con el Pew Research Center, se estima que actualmente hay alrededor de 11,2 millones de personas indocumentadas en Estados Unidos. Esta cifra, que se había mantenido relativamente estable durante la última década, aumentará con las miles de personas a las que se les están retirando permisos temporales, visas o protecciones como el TPS. Es decir, aun sin la llegada de nuevos migrantes irregulares, el número de personas indocumentadas seguirá creciendo, no por causas externas, sino por una política deliberada que convierte al propio Gobierno en una fábrica de indocumentados.

Aunque todavía no han comenzado deportaciones a gran escala como lo prometió el presidente, todo parece indicar que estamos en la antesala de esa ofensiva. Las redadas han aumentado en frecuencia e intensidad, y los discursos oficiales refuerzan la narrativa del miedo y la división. Las consecuencias ya se sienten: miedo en las escuelas y lugares de trabajo, deserciones universitarias, familias que evitan ir a hospitales o a las cortes por temor a ser detenidas.

Convertir a personas con estatus legal en indocumentadas las empuja deliberadamente a la ilegalidad. No es una política de seguridad ni una solución al fenómeno migratorio, sino de una estrategia de criminalización desde el poder, profundamente regresiva y cruel. Además, atenta contra los principios fundamentales del Estado de derecho: negar esa certidumbre convierte a la ley en un instrumento de exclusión, debilitando la legitimidad del sistema legal en su conjunto.

La historia no recordará estas decisiones como actos de firmeza, sino como un retroceso institucional impulsado por el oportunismo y el desprecio hacia comunidades enteras que, con o sin documentos, han construido ese país, lo sostienen día a día y seguirán defendiéndolo con dignidad.

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